Aníbal Núñez (1944-1987). “Casa Lis”
«Colgante llamarada oblicua hacia poniente,
a qué tanto derroche de joya que claudica
como si más belleza, belleza más terrible
buscase en la caída lo que fue demasiado
para la sordidez de habitación y sueños
de los profanadores, de los que te entregaron
al abandono, hierro en flor, tibio cadáver, templo
donde liba el reptil y la palmera,
como irónico emblema de la supervivencia,
no cede ante el embate de las humillaciones.
Ruina pródiga, plantos o alabanzas
a ti son vapor leve que se condensa en vidrio,
lacre en los corazones en que se extingue y crece
la pavorosa imagen —revelada
por soles, lunas, por eclipses—
de la desolación, huerto de luz
esmerilada, sede de la tristeza, esfinge
que se apostó para morir pues dulce
es el ocaso: ya las antefijas,
ovas, lacinias, azulejos, plintos,
los pormenores de tu antiguo lujo,
aunque volaron —la rapiña, el viento—
frutos, genios alados de fundición, asidos
a una copa de llamas, tú los creas, los agregas
a tu espectro de herrumbre,
decoras su estupor: espuma, escamas
de tu oleaje de belleza,
revuelo de inventados pájaros y ornamentos,
arpía, trampa, dueña de simulacros
no visibles jamás sobre el magnolio;
oculta en las exedras que escaló la glicina
la gruta de rocalla, los truncos balaustres
remiten a los ojos incendiados
al desasistimiento que, en los límites
de la ciudad caduca, altos muros leprosos
representan, talud de piedra enferma
que el salitre de plata llena de seda, altos
jarrones donde habitan sucesores del agave,
caracoles que riega el agua de las gárgolas,
lluvia que alguien transmuta tras el portón de hierro
en agua que desciende aún en el blanco agosto
por el musgo que cubre las pisadas
que, en el rubor, un día, de las celebraciones
portaron parasoles, miradas, candelabros,
cintas de llaves, rosas blancas y rosas rojas:
por las escalinatas que se reencuentran donde
se verían bogando esquifes en el río.
Imán, jaula del sueño, cruce de arquitecturas
y de historias: escenas, inventarios
caen desde ti mientras se perlan de oro
las cristaleras rotas, estrelladas
sugerencias, estampas, jirones que requiere
tu imposible retrato vagoroso en los años
como oriflama que congrega, dulce,
a los que exalta el desmoronamiento
acaso más que tu esplendor, difícil
de reconstituir, casi imposible
de imaginar sino como un pedazo
luminoso y cortante, de las vidrieras sépalo
añil, estela incierta de búcaros que aroma
el fin de los pasillos cuando bambúes y nácar
serían materia de sorpresa, eran,
bajo el peso solemne de la torre de azufre
de la que viene —águila— a beber la paloma
capitular al cinc de las cornisas:
algún detalle gótico que exime al agotado
surtidor y a la ruina de la taxonomía.
Un ángel de ceniza se mezcló en tus cimientos,
hurtó su hálito negro tras las irisaciones
de aceros y plumajes, qué error en el hisopo
se desleyó: envenenan raíces y volutas
el pozo: de un regalo a la ciudad prohijada
hicieron un fantasma volante, rara cifra
translúcida y remota detrás del aligustre
que hace silvestre la elegante traza
y la dificultad de los niveles
juego de las espadas de los lirios.
Lectura para nubes lo que ocurrió en el patio:
intento del estuco por abrazar la hiedra,
globos de acetileno alumbraron el cónclave:
el que taló, calzó la impar palanca,
despierte y diga: «…quiso el aire
arrebatar los planos», vence el teodolito
a la fontana: el vuelo de la corneja curva
signa el febril palacio de las suposiciones,
planea en la descripción, se oyeron pasos.